El señor ascohumano y yo.



Me encontraba hundido en el sofá de la biblioteca mientras sostenía una plática con un señor de flacura insultante, era muy elegante, pero tal vez demasiado consciente de serlo, hablaba sobre filosofía —mal— y mientras me martirizaba con sus infamias, tenía el descaro de exigir seriedad; silenciando así, la tonadilla del cazador furtivo proveniente de mis labios.


Me dirigí a la cantina, cogí una botella de vino apócrifo y me dedique a la loable tarea de vaciar el líquido con velocidad pentatlónica. Tras escuchar Der Freischütz —dos botellas y tres cigarros después— y fingir interés en el señor ascohumano, llegue a una inexorable resolución:


Indubitablemente los que monopolizan la palabra no necesariamente «saben más», sino que hablan más: tienen la desgraciada costumbre de ladrar estupideces sin tregua.

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