Principio antrópico.

 



¿Tenemos certeza sobre la naturaleza de «todo» el Universo? Es decir, podemos afirmar rotundamente que las propiedades conocidas en física —como las cuatro fuerzas fundamentales— se pueden aplicar a «todo» el Universo. O, por el contrario, sólo al Universo observable (o medible). No sería acaso posible que vivieramos en una «zona» del Universo en la cual las leyes de la física son como creemos que son, pero que de hecho, no suceda así en el resto del cosmos.

     Este tipo de interrogantes ha llevado a distintos pensadores —filósofos y físicos, concretamente—, a formualar el famoso «principio antrópico», como el realizado por Robert Dicke:

     Puesto que hay observadores en el universo, éste debe poseer las propiedades que permiten la existencia de tales observadores.

     Esta aparente perogrullada resulta más interesante de lo que se podría pensar a simple vista. Las aparentes causalidades o regularidades que observamos en el Universo, tienen que estar vínculadas a nuestra propia aparición en él, en tanto estudiosos y observadores de lo real. Si somos capaces de entender —en cierta medida— con objetividad, cómo es el mundo, es precisamente porque somos (formamos) parte de él; si por el contrario, fuesemos incompatibles con la información del mundo, no lo sabríamos, y por obviedad no nos preguntaríamos cómo es el mundo; ¡es como si no fueramos parte de él!

     Brandon Carter, también formuló o, para ser más preciso, replanteó el principio antrópico de una manera más «fuerte»:

     El universo debe estar constituido de tal forma en sus leyes y en su organización que no podría dejar de producir alguna vez un observador.

     Con esta reformulación del citado principio, resulta indudable que la existencia de los humanos en el universo es posible —porque de hecho existe—. Es como si las condiciones cósmicas fuesen de tal manera, que «necesariamente» permitan nuestra aparición en el Universo, y una vez aparecidos, nos permitan entenderlo objetivamente. De ordinario podría incluso decir, que en el «diseño universal» es necesaria la especie humana, exige nuestra aparición; o acaso nuestra aparición exige la del universo, con todo ésta es un conclusión constructivista.

     Este tipo de pensamiento le desagradaba —de sobremanera— a Montaigne, y a esta pretensión le dedico algunas palabras:

     ¿Quién le ha hecho creer —al hombre— que este admirable movimiento de la bóveda celeste, la luz eterna de esas luminarias que giran tan por encima de su cabeza, los movimientos admirables y terribles del océano infinito, han sido establecidos y se prosiguen a través de tantas edades para su servicio y conveniencia? ¿Se puede imaginar algo más ridículo que esta miserable y frágil criatura, quien, lejos de ser dueña de sí misma, se halla sometida a la injuria de todas las cosas, se llame a sí misma dueña y emperatríz del mundo, cuando carece de poder para conocer la parte más ínfima y no digamos para gobernar el conjunto.

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