A'Tuin

 






Hace no mucho tiempo se encontraba un sabio gurú indio dando una charla muy casual en Oxford sobre el universo. Aseguraba que el mundo está sostenido por un gran elefante que apoya sus patas sobre el lomo de una sabia y enorme tortuga. Una extrañada y curiosa señora le preguntó cómo se sostenía la tortuga; el sabio aclaró que se apoya sobre una ciclópea araña. La señora insistió, indagando sobre el sostén de la araña y el guru —algo cabreado— afirmó que se mantiene firme sobre una roca colosal. Como es de esperar, la señora volvió a cuetionar el sósten de la colosal roca y, el gurú exasperado, sabio y mosqueado repuso a gritos: «¡Señora, le aseguro que hay rocas 'hasta abajo'!» El problema no era que el gurú fuese un indio sabio, y la señora una inquisidora inglesa, sino que aquel hablaba el lenguaje del mito y ésta tenía auténtica e impertinente curiosidad filosófica.


     Algo similar le sucedió a un inminente físico, quien explicaba a unos periodistas —con la mejor voluntad divulgadora—, la teoría de la gran explosión como origen físico del universo. Impaciente, uno de ellos le interrumpió: «Vale, muy bien pero, ¿existe o no existe Dios?».


     El lector advertirá el flagrante error del periodista al confundir entre campos de conocimiento distintos; uno hablaba de ciencia el otro de mitología. Y esto sucede más veces de lo que me gustaría aceptar; Dios no es un principio físico, así como un principio físico no pertenece a la teología y ésta no pertenece a la mitología. En matemáticas por ejemplo, se exige exactitud, mientras que el rigor en el razonamiento es lo ùnico que se puede esperar de los asuntos éticos y políticos —según señaló Aristóteles en su Ética a Nicómaco—. Así, el filósofo debe advertír y saber diferenciar las distintas áreas de conocimiento, para no caer en flagrantes errores como la dama inglesa o el despistado periodista.

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