Enamorarse de ciertas personas.

 Enamorarse de ciertas personas.


Estaba yo escribiendo esta mañana sobre el desprecio por nosotros mismos que nos produce el hecho de habernos enamorado de ciertas personas. No es solo un misterio insondable la causa de aquella predilección por alguien que no era ni demasiado bello, no digamos inteligente y que podía ser, incluso, grosero y vulgar, sino de que, siendo perfectamente conscientes de ello (no hay cosa más tonta que aquello de que el amor es ciego), siguiéramos perseverando. Es decir, no es que no pudiéramos evitarlo, es que ni siquiera quisimos hacerlo. Algunos de los amores más dolorosos e intensos son de esta naturaleza, precisamente por la aguda conciencia que les acompaña de estar rebajándonos. Nos avergüenzan en el momento de estar viviéndolos y nos avergüenzan mucho más en el recuerdo, cuando ya ha desparecido todo deseo. El autodesprecio es aun mayor si fueron fracasados, porque este tipo de amores se diluye pronto cuando se han alcanzado (en ese caso la memoria los almacena como un error sin mayor importancia), pero el fracaso los sitúa en una dimensión de superioridad que pone de manifiesto, primero, el hecho ominoso de que nos dejamos seducir por algo tan bajo, aunque sea considerado subjetivamente, pero, también, que al hacerlo y, encima, fracasar en el intento quedamos ya, para toda la eternidad, por debajo de ello. Y ese es el verdadero fracaso, porque uno podrá después alcanzar el cielo, pero siempre habrá una voz que desde el fondo de la conciencia le grite: sí, pero qué bajo caíste. Aunque lo que realmente le está diciendo es: que bajo puedes caer. Yo creo que después de uno de estos amores ya no hay redención posible.

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