CIENTIFICISMO Y TECNOCRATISMO.





El dogmatismo cientificista tiene efectos muy peligrosos a nivel político. El postmodernismo suele conducir a la parálisis, porque todo se transforma en un relato más, porque la teoría que sostiene que la humanidad se divide en clases explotadas y explotadoras es tan válida como las que niegan que en nuestra sociedad exista la explotación de unos seres humanos por otros, o porque desde las visiones postmodernas se suele visualizar todo cambio profundo y radical (que no sea meramente parcial y limitado sino que apunte a transformar esa totalidad social que llamamos modo de producción capitalista) como totalitario. El cientificismo, en cambio, conduce al tecnocratismo, a la delegación de la soberanía en los “expertos”, porque la salud pública (o la economía, o los problemas sociales en general) son cuestiones muy complejas, que solo pueden ser abordados por aquellos que poseen la necesaria “experticia” que les permite decidir lo que es mejor para todos. Pero la salud o la economía son cuestiones públicas, políticas, que competen a la polis y por tanto al demos en general, y no a un pequeño grupo que defina en función de un supuesto punto de vista privilegiado y superior. Tampoco hay un nexo necesario entre conocimiento y búsqueda del bien común como se viene planteando por lo menos desde Platón. Los poseedores del saber no siempre buscan el bien común, y existen innumerables ejemplos históricos que dan cuenta de destacados intelectuales se pusieron al servicio de regímenes despóticos y/o de sus propios intereses egoístas.

Esto no quiere decir que en una democracia no haya lugar para el conocimiento de los expertos. Pero el mismo debe estar orientado a ayudar al debate público y a la toma de decisiones democráticas que competen a la ciudadanía, y no sustituirlos. Los expertos pueden aportar su conocimiento para poder evaluar cuales pueden ser los medios adecuados para alcanzar determinados fines, pero la definición sobre los fines -que implican cuestiones como el bien común, la libertad, igualdad, etc.-, compete a los ámbitos de decisión política. El conocimiento que aportan los técnicos es además un conocimiento especializado y parcial, que no aborda los problemas en su globalidad. Los especialistas tienden a ver su especialidad como la más relevante y a priorizar los aspectos relacionados con su disciplina. Esto puede llevar a visiones muy parcializadas, como podemos ver ahora en los enfoques sobre la pandemia: los aspectos sociales, económicos, psicológico y culturales han sido dejados en gran medida de lado por una visión que prioriza lo médico-sanitario desde una perspectiva fuertemente biologicista. A nivel político, por el contrario, es necesaria una visión que trate de tomar en cuenta los diversos aspectos, una visión sintética que se nutra de los diversos conocimientos especializados para abordar los problemas en su globalidad. Por último, cabe señalar que el conocimiento de los “técnicos” no es además algo homogéneo; los expertos no opinan todos lo mismo sobre las mismas cuestiones, hay diferentes visiones y teorías y estas suelen estar fuertemente permeadas por determinadas opciones ideológicas y políticas. En la actual situación de crisis sanitaria, la mayoría de los gobiernos se adhirieron desde un comienzo a una visión determinada, dejando de lado otros posibles enfoques. Tomar en cuenta las diferentes perspectivas hubiera permitido enriquecer el debate a nivel político y a una toma de decisiones más prudentes, flexibles y que tomaran en cuenta diversos aspectos que no fueron considerados. Pero una visión cientificista y tecnocrática ya operaba a nivel político en general, lo que condujo a aceptar a una determinada perspectiva como la única verdadera e indiscutible, paradigmáticamente representada por el Imperial College.

El tecnocratismo es un fenómeno complejo. Es parte del fenómeno más amplio de las burocracias, que como grupos específicos tienden a desarrollar también sus intereses particulares en el marco de las sociedades divididas en clases. Las prédicas antiestatistas de los neoliberales, incluidas las más extremas de los libertarianos, pueden crear la ilusión de que los neolliberales son enemigos del burocratismo, pero el modelo neoliberal exige siempre el desarrollo de una fuerte burocracia, y en particular de una burocracia tecnocratizada que intenta poner toda la maquinaria estatal a favor de los intereses de la clase dominante. Esto no es una cuestión solamente teórica, es empírica. Cotidianamente podemos ver -tanto a nivel nacional como internacional- como muchos de los grandes predicadores antiestatistas del neoliberalismo son funcionarios estatales: de los estados nacionales o los organismos interestatales. El tecnocratismo es bastante más que gobierno de los expertos, suele ser una concepción ideológica totalmente funcional a los intereses de la clase dominante, o de una fracción de la clase dominante, en nombre de un conocimiento científico supuestamente superior. Su pretendida neutralidad “científica” supone siempre determinadas opciones políticas e ideológicas, muchas veces en abierta contradicción, además, con una visión realmente científica de las cosas, como en el caso de las tecnocracias neoliberales.

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