Yo Mismo.

 




En ocasiones creo «percibír» una entidad a la que llamo «yo», ésto tras atender a ciertas «impresiones» sucesivas que también percibo, es decir; los estímulos externos. Empero, ese sujeto personal que Descartes parece dar por descartado, no lo percibo nunca.


     Cuando penetro íntimamente en lo que Hume llamó «yo mismo», suelo encontrarme —al igual que Hume— con una u otra percepción concreta, como el frío o el calor, así como una u otra pasión concreta, como el placer y el dolor —maestros exigentes a los que estamos sometidos, decía el viejo Platón—. Pero nunca puedo percibír un «yo mismo», sin encontrarme siempre, con una percepción o pasión. Sin embargo ¿quién o qué realiza esta interesante comprobación? Sin duda no es la percepción o la pasión. Una cosa es notar que tengo frío o calor, o que siento placer o dolor y, otra es «darme cuenta» que lo estoy percibiendo.


     De ésto no se sigue que el «yo» sea una ilusión, acaso es una deficiencia del lenguaje. La proposición «yo», no es el nombre de algúna cosa concreta, cómo tampoco lo es el «aquí» o el «ahora». ¿Acaso creemos que hay un sitio fijo y determinado en el espacio, llamado «aquí»? o ¿Creemos que hay un «momento temporal» concreto e intersubjetivo llamado «ahora»? Cuando afirmo que «yo pienso, percibo, siento, existo», estoy afirmando que «se piensa, se percibe, se siente, se existe» en un lugar fijo y determinado —«aquí»—, y en un momento temporal, concreto e intersubjetivo —«ahora»—.


     El alevoso Kant podría afirmar que la proposición «yo pienso» puede acompañar a todas mis representaciones mentales, pero lo mismo podría decirse del «aquí» y el «ahora». Sabemos empero, que en física no hay tal cosa como un tiempo absoluto o un espacio absoluto y, sin embargo, algo estoy diciendo al hablar así; sería abusivo suponer que esas proposiciones descubren una entidad fija, estable y duradera, es decír; permanente e inmutable.


     Uno de los citados problemas se presenta cuando suponemos que a las proposiciones le debe corresponder algo en el mundo, sustantivo y tangible —aquí rompo relaciones con mi viejo amigo Witt—, cuando en la praxis no sucede así; muchas proposiciones no designan sino posiciones, relaciones o principios abstractos. Otro absurdo lingüístico consiste en considerar a los verbos (como el ser y existir) como nombres de «acciones» y buscar por lo tanto, el sujeto que las realiza. Si afirmo «yo existo», el verbo —infinitivo— existir se me representa como si señalase algún tipo de acción concreta, como ocurre cuando digo «yo paseo» o «yo como». Lo mismo sucede con el infinitivo «ser». Estos problemas son producto de nuestro lenguaje y, la filosofía acaso, tendría la obligación de aclarar estos galimatías antes de pretender establecer sistemas doctrinales.


     En conclusión, puedo afirmar que los problemas ontológicos son «indecibles»; se nos presentan al no advertir que, en primer lugar, se había errado al plantearlos. Con todo, esta afirmación no es inconcusa.

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